martes, 21 de febrero de 2012

El Emisario del mal


Matilda encontró a su esposo en el pequeño corredor de su rústica vivienda, sentado en el tronco de  guachapelí, ahí ambos permanecieron descansando por varias horas, haciendo planes para el hogar que acababan de constituir.  Ya habían transcurrido los primeros meses de una prolongada luna de miel y anhelaban el nacimiento de un niño para completar la inmensa felicidad que Dios les había prodigado. Aparentemente nada  perecía faltar en  ese hogar, a pesar de la paupérrima situación económica que rodeaba sus vidas y sin las comodidades que el dinero puede dar, eran inmensamente felices.
A duras penas habían logrado construir su  casita, de paredes de  caña guadua, con techado de zinc, constituida por una sola habitación, separando con biombos de papel, el dormitorio y un pequeño recibidor, la cocina con fogón ocupaba un rincón del cuarto, cuyo fuego animaban con leña o carbón.
Parecía que el amor y la comprensión habían anidado aquí, en éste humilde hogar.
Obsesionada con la idea de concebir un bebé, Matilda se comportaba muy cariñosa a la hora de dormir, con voz suave susurraba al oído de su esposo de tener lo más pronto un bebé.
¡No te apures mi negrita! ¡Que pronto llegará!
¡Con el dinero que  ahorrado, he decidido comprar herramientas, porque necesito para mi trabajo! - Le insinuaba reiteradamente su esposo.
Tras año y medio de matrimonio y aún no había concepción de ese hijo deseado, la joven madre se desesperaba sin saber que hacer. En las noches soñaba con un precioso niño que descendía del cielo, era de piel canela y robusto como su abuelo Julián, también lo soñaba hecho un jovencito, convertido en militar.
Pasaba largas noches en vigilia, con sus enormes ojos negros mirando al infinito, esperando encontrar respuesta a su preocupación.  Palabras como éstas daban vuelta en su cabeza: ¡Yo creo que  tengo la matriz seca, por eso no puedo embarazarme!
Una madrugada fría de Abril, llovía torrencialmente con truenos y relámpagos, a fuera de la humilde covacha el fuerte viento silbaba por entre las paredes de caña y las desvencijadas planchas de zinc, se agitaban violentamente como presagiando algo que iba a ocurrir.
De pronto la lluvia cesó, y la calma llegó transformando la negra noche en una paz sepulcral.
Unos endebles golpes sonaron, al interior de la vivienda y al abrir la puerta Matilda observó, anonadada, sobre el piso húmedo, una bola sucia de pelos hirsutos que gemía lastimeramente, se trataba de un pequeño gato. Al acto se inclinó y tomó en sus brazos al pequeño e indefenso felino y tras asearlo con ternura maternal, le prodigó comida y abrigo.
Con un susurro tierno al oído despertó a su esposo, y le contó lo que había sucedido.
El  deseo de quedarse con el gatito surgió como un pensamiento  natural y aunque para el esposo, ésta pretensión  no fue de su  agrado, no obstante, venció la insistencia de la adorable esposa.
Pasaron las semanas y los meses y el pequeño animal llegó a constituirse como  parte de la vida de los jóvenes esposos. Poco a poco  fue creciendo hasta convertirse en un gato adulto inofensivo, durante el día dormía plácidamente al lado del fogón y en las noches salía a deambular husmeando en las casas de la vecindad, buscando “algo”,  algunas mujeres lo vieron a la luz maravillosa de la luna maullando horriblemente. Ya cuando amanecía volvía al hogar y se acostaba muy tranquilo al lado del caliente fogón.
De pronto los disgustos y las riñas empezaron a manchar la felicidad reinante en el hogar. Todo empezó porque un día Carlos encontró pelos, excrementos y tierra en la sopa, durante el almuerzo. Disgustado reclamó:
-          ¡Mujer, tendrás cuidado cuando vuelvas a cocinar!   ¡Encontré porquerías en la sopa!
La historia de los pelos y tierra en el plato de sopa, volvió a repetirse al día siguiente y los subsiguientes días,  acrecentando la inconformidad del esposo. Surgieron disgustos mayores, los insultos y las ofensas de palabra y obra eran a diario.
El hogar se convirtió en un verdadero infierno, ya no había el respeto mutuo del uno para el otro.
Matilda estaba confundida no lograba entender que estaba sucediendo, en su hogar y no sabía qué hacer, ni a quién recurrir por ayuda,  el amor inmenso que había sentido por su esposo se fue transformando, poco a poco, en un odio profundo, sobre todo porque los celos enfermizos de él la hizo víctima de una traición inexistente. Sin embargo, Carlos, estaba dispuesto a descubrirla  a como dé lugar. Entre tanto el gato malévolo, causante de tanto daño, ahí junto al fogón fingía dormir, y al rato  disimuladamente abría sus diabólicos ojos para observar a su alrededor y se complacía con el sufrimiento de la pareja.
Cierta mañana Carlos intrigado por esta  situación, tomó las herramientas y salió a su trabajo. La idea de la traición rondaba por su mente, trastornando sus sentidos, caminó unos doscientos metros  y optó por regresar, estaba cegado por los celos y dispuesto a descubrir al objeto de tamaña ofensa. Sigilosamente  y sin ser visto por su esposa, se situó tras de la casa y a través de un hueco horadado en la pared vigiló los movimientos de Matilda, esperando que alguien  llegara.
Las horas pasaron lentamente, estaba cansado de esperar, y desde aquel sitio incómodo atisbó durante varias horas esperando al intruso. A eso de las once de la mañana, vio como su esposa preparaba el almuerzo con absoluta pulcritud, limpió la mesita pequeña del humilde comedor y observó que los platos de sopa servidos estaban “sin porquerías”  y dispuestos  en el lugar apropiado. La hacendosa esposa, considerando que todo estaba listo y en  orden, en ese preciso instante miró por la ventana hacia el cielo y comprobó que el astro rey estaba bien alto en el cenit, entonces dedujo  que era mediodía. Satisfecha del trabajo cumplido, salió de la cocina y se condujo al pequeño corredor y  se sentó en el tronco de guachapelí con la intención de esperar la llegada de su esposo.
Carlos por su parte, escondido detrás de la casa, estaba expectante  a todos los hechos que sucedían a su alrededor, cuando de pronto escuchó un ruido extraño, que provenía de la cocina, de inmediato concentra sus sentidos y observa con estupor, que el “inofensivo” gato de la casa, después de raspar con sus garras varias veces  el suelo, se subía  a la mesa y colocaba  tierra, pelos y para colmo de la desvergüenza se defecaba en los platos de comida, luego disimuladamente, fingiendo no haber hecho nada malo, volvía al mismo sitio donde frecuentemente dormía, el fogón.
El esposo grita  indignado, por lo que acaba de ver, de inmediato sale de su escondite y corre a la bodega   donde tiene las herramientas,  toma un machete y  luego se dirige a prisa  a la cocina,  dispuesto a matar al  endemoniado gato. El grito lo escucha la joven mujer, y acude asustada a ver que sucede y encuentra al sujeto muy iracundo, blandiendo el machete en alto dispuesto a asestar un tajo mortal, entonces  muy aterrorizada, le dice al esposo que nada ha hecho de malo y le suplica:
— ¡Por favor no me mates!  ¡Ten piedad de mí!
El hombre le dice: - ¡Apártate mujer! ¡Tú no eres la culpable,  he logrado descubrir, quien es el  verdadero causante de nuestros males¡
Levantando el filoso machete lanza un fuerte tajo que  desgraciadamente no da en el blanco esperado.  Se escucha un maullido  desgarrador y la bestia herida y ensangrentada huye asustada, por entre la maleza,  llevando  una oreja mutilada.
Los jóvenes esposos se abrazaron enternecidos y con lágrimas en los ojos, mutuamente se piden perdón, por el daño que se habían causado. Ese mismo momento abandonaron  aquella casa y se marcharon muy lejos de esa región.
Algunos vecinos, ora ancianos, que aún viven en estos  parajes, cuentan que en las noches de luna llena, han visto un enorme gato negro, oreja “cortada”, que merodea los hogares  donde hay armonía y felicidad, esperando  una  oportunidad para ingresar a las viviendas y causar  odio y discordia a los  que habitan en ellas,  ya que esa es su malévola misión.
Desde entonces los moradores  de este lugar cierran bien las puertas  y ventanas para impedir que este diabólico animal   entre a sus hogares a engendrar el mal.
“No  te fíes de aquellos que aparentan compasión, porque muchas de las veces son lobos disfrazados de ovejas, dispuestos a causarte daño”

FIN

Dr. Fabricio Ochoa Toledo
Pseudónimo: Sibilino

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